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Sinopsis
La nueva novela de Arturo Pérez-Reverte
No tenía patria ni rey, sólo un puñado de hombres fieles.
No tenían hambre de gloria, sólo hambre.
Así nace un mito.
Así se cuenta una leyenda.
«En él se funden de un modo fascinante la aventura, la historia y la leyenda. Hay muchos Cid en la tradición española, y éste es el mío.»
Arturo Pérez-Reverte
«El arte del mando era tratar con la naturaleza humana, y él había dedicado su vida a aprenderlo. Colgó la espada del arzón, palmeó el cuello cálido del animal y echó un vistazo alrededor: sonidos metálicos, resollar de monturas, conversaciones en voz baja. Aquellos hombres olían a estiércol de caballo, cuero, aceite de armas, sudor y humo de leña.
»Rudos en las formas, extraordinariamente complejos en instintos e intuiciones, eran guerreros y nunca habían pretendido ser otra cosa. Resignados ante el azar, fatalistas sobre la vida y la muerte, obedecían de modo natural sin que la imaginación les jugara malas pasadas. Rostros curtidos de viento, frío y sol, arrugas en torno a los ojos incluso entre los más jóvenes, manos encallecidas de empuñar armas y pelear. Jinetes que se persignaban antes de entrar en combate y vendían su vida o muerte por ganarse el pan. Profesionales de la frontera, sabían luchar con crueldad y morir con sencillez.
»No eran malos hombres, concluyó. Ni tampoco ajenos a la compasión. Sólo gente dura en un mundo duro.»
No tenía patria ni rey, sólo un puñado de hombres fieles.
No tenían hambre de gloria, sólo hambre.
Así nace un mito.
Así se cuenta una leyenda.
«En él se funden de un modo fascinante la aventura, la historia y la leyenda. Hay muchos Cid en la tradición española, y éste es el mío.»
Arturo Pérez-Reverte
«El arte del mando era tratar con la naturaleza humana, y él había dedicado su vida a aprenderlo. Colgó la espada del arzón, palmeó el cuello cálido del animal y echó un vistazo alrededor: sonidos metálicos, resollar de monturas, conversaciones en voz baja. Aquellos hombres olían a estiércol de caballo, cuero, aceite de armas, sudor y humo de leña.
»Rudos en las formas, extraordinariamente complejos en instintos e intuiciones, eran guerreros y nunca habían pretendido ser otra cosa. Resignados ante el azar, fatalistas sobre la vida y la muerte, obedecían de modo natural sin que la imaginación les jugara malas pasadas. Rostros curtidos de viento, frío y sol, arrugas en torno a los ojos incluso entre los más jóvenes, manos encallecidas de empuñar armas y pelear. Jinetes que se persignaban antes de entrar en combate y vendían su vida o muerte por ganarse el pan. Profesionales de la frontera, sabían luchar con crueldad y morir con sencillez.
»No eran malos hombres, concluyó. Ni tampoco ajenos a la compasión. Sólo gente dura en un mundo duro.»
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