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Sinopsis
La primera novela de José Luis Perales narra la historia de un pueblo castellano a lo largo de tres generaciones. Un homenaje a la vida del campo a través de una novela coral sobre el amor, las raíces y las relaciones entre padres e hijos.
El Castro es un pueblo tradicional de Castilla que, durante mucho tiempo, se ha resistido a caer en el olvido. Los habitantes han soñado, vivido y amado por sus calles de tierra, a la sombre de los olmos centenarios, frente a la vieja iglesia de San Nicolás o en el mirador alto que da al río. Pero, aunque los años pasan y los más antiguos del lugar ven cómo sus descendientes abandonan las casas que les vieron nacer, siempre hay alguien que regresa para hacer frente a la nostalgia y recordar cada una de sus historias. Como el primer amor de Evaristo Salinas, el relojero sordomudo; o el largo viaje de Victorino Cabañas en globo aerostático; o la pasión de Claudio Pedraza truncada por el estallido de la guerra; o la belleza legendaria de la gitana Cíngara y su local excavado en una cueva...
Historias que son también el relato del siglo XX en España con El Castro como testigo y protagonista principal de un libro que llegará al corazón de los lectores.
Llegaron al mirador. Tomaron asiento en un banco de piedra bajo el olmo centenario que desde el principio del mundo estaba plantado allí.
-Al menos -dijo Juan Luna- eso es lo que los viejos nos contaban a los chicos cuando éramos niños.
-En verdad -contestó José Pedraza-, nunca se entendería el mirador sin este olmo. Testigo de mil historias contadas o vividas bajo su sombra en verano, o como paraguas protector de la lluvia en los días oscuros y fríos del invierno. Cuántas escenas de amor habrá contemplado. Cuántos besos. Cuántos abrazos de adolescentes antes de que se encendieran las luces de las calles al anochecer, hora de llevar a las chicas a casa.
-Y cuántas despedidas -apostilló Juan Luna-. Aunque el más hermoso del pueblo era el olmo de la plaza. Allí se situaban discretamente las madres, el día de la fiesta, para observar con quién y cómo bailaban sus hijas.
-O el olmo de la plaza de la iglesia -dijo José Pedraza-. Donde, a su sombra, las mujeres tejían la lana, cosían o remendaban los pantalones, y daban la vuelta a los cuellos de las camisas de sus hijos para devolverles el aspecto de nuevas, o hacían encaje de bolillos a tal velocidad que no se les veían las manos, y zurcían sus medias con un huevo de madera, ¿recuerdas?
El Castro es un pueblo tradicional de Castilla que, durante mucho tiempo, se ha resistido a caer en el olvido. Los habitantes han soñado, vivido y amado por sus calles de tierra, a la sombre de los olmos centenarios, frente a la vieja iglesia de San Nicolás o en el mirador alto que da al río. Pero, aunque los años pasan y los más antiguos del lugar ven cómo sus descendientes abandonan las casas que les vieron nacer, siempre hay alguien que regresa para hacer frente a la nostalgia y recordar cada una de sus historias. Como el primer amor de Evaristo Salinas, el relojero sordomudo; o el largo viaje de Victorino Cabañas en globo aerostático; o la pasión de Claudio Pedraza truncada por el estallido de la guerra; o la belleza legendaria de la gitana Cíngara y su local excavado en una cueva...
Historias que son también el relato del siglo XX en España con El Castro como testigo y protagonista principal de un libro que llegará al corazón de los lectores.
Llegaron al mirador. Tomaron asiento en un banco de piedra bajo el olmo centenario que desde el principio del mundo estaba plantado allí.
-Al menos -dijo Juan Luna- eso es lo que los viejos nos contaban a los chicos cuando éramos niños.
-En verdad -contestó José Pedraza-, nunca se entendería el mirador sin este olmo. Testigo de mil historias contadas o vividas bajo su sombra en verano, o como paraguas protector de la lluvia en los días oscuros y fríos del invierno. Cuántas escenas de amor habrá contemplado. Cuántos besos. Cuántos abrazos de adolescentes antes de que se encendieran las luces de las calles al anochecer, hora de llevar a las chicas a casa.
-Y cuántas despedidas -apostilló Juan Luna-. Aunque el más hermoso del pueblo era el olmo de la plaza. Allí se situaban discretamente las madres, el día de la fiesta, para observar con quién y cómo bailaban sus hijas.
-O el olmo de la plaza de la iglesia -dijo José Pedraza-. Donde, a su sombra, las mujeres tejían la lana, cosían o remendaban los pantalones, y daban la vuelta a los cuellos de las camisas de sus hijos para devolverles el aspecto de nuevas, o hacían encaje de bolillos a tal velocidad que no se les veían las manos, y zurcían sus medias con un huevo de madera, ¿recuerdas?
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