Trasto tiene veinticinco años, una carrera acabada y ningunas ganas de trabajar. Ni siquiera cuando llega a París, esa ciudad extraña y ajena, tiene que resolver algo tan básico como comer y dormir, y tiene que hacerlo sin pasta. Trasto es la personificación más excelsa, rotunda e incorregible de esa nueva clase de jóvenes agrupados en la «Generación precaria». Ni estudia, ni trabaja. Veamos: una vez que consigue instalarse en el piso de una compañera, lo que hace es echarse en un sofá hasta arraigar como una planta mustia, junto con otro no menos «trasto» que él, mirando South Park y –¡ojo!– filosofando sobre el sentido de la vida. «¿Realmente era necesario hacer algo con la vida?»
Pero su declaración de principios, su elogio a la ociosidad se topará –como el inefable Ignatius Reilly– con la dura realidad. Allí está Trasto, ejerciendo de becario- felpudo en una empresa del sector audiovisual. O Trasto en un curso para vender coches… A veces parece que allí donde pone el pie, todo se desmorona. Este joven que nunca ha sabido bien quién es, este honesto
gandul, solo está cómodo encerrado en su habitación, de la que apenas sale, no sea que la realidad lo hiera definitivamente. Porque será todo lo que sus padres digan, pero también es sensible. Y sagaz, inteligente y honesto. Es de la estirpe de Holden Caufield, es un mete patas con intuiciones de genialidad, es un fracasado antes de tiempo que come galletas de mantequilla, contabiliza las horas que pasa leyendo o masturbándose y, desde ese punto de vista, nuestra vida y nuestras exigencias se van poniendo del revés hasta mostrar que un trasto echado a la calle puede contener más verdad que el mejor y más trabajador y boyante de los mortales